The Last of Us. Qué puedo decir a estas alturas de The Last of Us que no se haya dicho ya. Tres meses (toda una vida en Internet) y al menos cuatro juegos de la década nos separan ya de su lanzamiento. No obstante, no está de más insistir en que esta excelente aproximación de Naughty Dog a Lo Zombi se trata de uno de los videojuegos más intensos que puedes disfrutar en esta generación de consolas que ya se nos muere. El deambular del viejo Joel y la adolescente Ellie por una Norteamérica hecha trizas combina con emoción ideas jugables basadas en la supervivencia con la voluntad de subvertir viejas fantasías de poder. Los diálogos son tan humanos, los personajes están bien interpretados y las cinemáticas se integran de forma tan orgánica en el fluir de la partida que el juego consigue hacernos pasar la mitad del tiempo con los músculos agarrotados por la tensión y la otra mitad con el nudo en la garganta. Puede que no proponga nada esencialmente nuevo, pero es cierto que lo que ha hecho, lo ha hecho mejor que nadie. 

Todo esto lo habrás escuchado ya y nada es mentira. Sin embargo, si has estado suficientemente atento, tal vez hayas sentido cierto runrún de voces lamentando que The Last of Us acuda con demasiada asiduidad al pozo de los códigos genéricos de lo zombi y lo apocalíptico. Más allá de que podamos considerar esto como un defecto (si me preguntas a mí, no encuentro particularmente criticable que una historia sobre muertos vivientes se sirva de los tropos de las historias de muertos vivientes), resulta extraño lo poco que se ha discutido la filiación de The Last of Us a otra serie de convenciones genéricas: las del western. O mejor dicho, el anti-western, pues como bien señaló Oli Welsh en su crítica para Eurogamer UK (el único texto que conozco que apunta de pasada al tema): “[The Last of Us] no trata sobre el nacimiento de una nación, sino sobre su muerte”. El juego de Naughty Dog es, por tanto, el nuevo -y tal vez más reluciente- eslabón de una cadena cuyo origen muchos comentaristas culturales sitúan en 2003, cuando apareció en kioscos el primer número del The Walking Dead de Kirkman y Moore, un cómic que pareció entender a la perfección que la mejor manera de recoger las compulsiones crepusculares, las ansiedades tecnológicas y las angustias post 9/11 de todo un país pasaba por acudir a los mitos fundacionales de éste, a las imágenes sagradas, a los valores y pautas de comportamiento definidas por el western para echarles gasolina y verlos arder.

No es el anti-western una flor completamente nueva del paisaje cultural. A partir de los años sesenta y setenta los nuevos contextos sociopolíticos propiciaron la aparición de films del oeste que ponían en cuestión la violencia y el racismo inherentes a las leyendas que sustentan el imaginario mítico de los EE UU. Pronto el género se dejó contaminar por las imágenes, espacios, personajes y temas de las historias postapocalípticas, un nuevo tipo de fantasías nacidas, de manera muy directa, del miedo a La Bomba y a sus destructivas consecuencias (pienso en, por ejemplo, Nueva York: Año 2012 o, como no, en Mad Max). Pero fue al principios de este siglo cuando todas las piezas se alinearon para que esta fusión de géneros explotase de manera definitiva: crisis del modelo económico, débil horizonte de sentido común, ansiedad tecnológica desbocada y una crisis ecológica que, año a año, acentúa la sensación de que estamos viviendo el fin de los tiempos. Una serie de neuras compartidas que cristalizaron no sólo en obras como The Walking Dead o The Last of Us, sino también en cintas como El Libro de Eli; juegos indies como The Organ Trail, remake en clave zombi del clásico The Oregon Trail; Red Dead Redemption: Undead Nightmare, el sandbox de Rockstar que revienta toda una nación antes incluso de que pueda coger forma; o cómics como El Viejo Logan, donde Mark Millar ya no sólo se contenta con dinamitar los mitos del oeste, sino que también lo hace con otra mitología quintaesencialmente americana como la súperheroica.

El éxito popular de la mayoría de estas producciones nos habla de la plena vigencia de una serie de convenciones que, repetidas historia tras historia, hablan muy a las claras de qué tipos de ficciones nos funcionan mejor como catarsis frente a una realidad cada día más gris.

De igual manera, en The Last of Us las imágenes indelebles dibujadas durante cientos de años a fuego en el imaginario colectivo de una nación están presentes sólo para ser dadas la vuelta como un calcetín. En este sentido, no parece casualidad que durante los primeros compases de la partida debamos atravesar los pasillos del museo de historia de Boston, llenos de alguna vez gloriosas, pero ahora ruinosas representaciones de hitos fundacionales y recuerdos de los padres fundadores. El protagonista del juego es una versión aparentemente ideal del héroe americano a la que se pone constantemente en cuestión: Joel calla su pasado, aunque sabemos que perdió a su hija a los pocos minutos de que el mundo comenzara a irse al infierno e intuimos que durante los siguientes años no ha sido el más recto de los hombres. Como el Llanero Solitario o el Hombre Sin Nombre posee la suerte del diablo y ciertas habilidades que le han permitido permanecer con vida mucho más tiempo del esperado, aunque cuando empuña un revolver todavía le tiembla el pulso y prefiere esconderse y huir antes que un enfrentamiento directo. La seguridad, los sentimientos de la integridad, el hacer siempre lo correcto o la capacidad de sacrificarse por la comunidad -valores con los que América le gusta reconocerse- no definen ya a un personaje vulnerable, marcado por una pérdida de la que no se llegará a recuperar y que finalmente le costará a la humanidad su última esperanza. Para cuando el viaje llega a su conclusión -un falso happy ending en el que intuimos un amargo futuro para ambos héroes- Joel apenas se ha movido un ápice del punto original en el que arranca la aventura. Su viaje es circular. Tal vez sea el único tipo de héroe que puede imaginar un siglo XXI para los que los grandes ideales comunes de igualdad, justicia o democracia suenan cada vez más a ciencia ficción.

El inmovilismo de Joel, sin embargo, contrasta con la estructura de viaje del juego: un periplo de un año desde Massachusetts hasta Salt Lake City pasando por Pensilvania, Colorado y Montana. Ethan Edwards o John Marshton recorrieron esa misma América, cabalgaron hacia el horizonte haciéndose uno con un paisaje árido y duro, pero que a pesar de todo ofrecía una promesa de apoteosis y dejaba espacio para ser optimista con respecto al futuro. La postal de naturaleza de The Last of Us, sin embargo, encierra pocas esperanzas de transformación. Los protagonistas se miran a sí mismos en un paisaje que el único futuro que les promete es un desolador presente eterno: cemento en ruinas, monumentos derrumbados, carreteras quebradas, casas abandonadas y, sobre todo, muerte con forma de zombi, esa figura podrida que parece poder aguantar cualquier metáfora que le queramos echar encima. En este caso, el de ser álbumes de fotos familiares con patas que se arrastran por lo que una vez fue su hogar y que encapsulan todos nuestros miedos a la enfermedad, a la locura y a la alienación (detalle: es la única historia zombi que conozco con muertos vivientes que lloran).

Las hierbas crecen entre las grietas del asfalto, los bosques se expanden hacia las ciudades y desdibujan los caminos, los ríos vuelven a sus cauces y la naturaleza parece continuar su camino sin contar con un hombre que ya sólo puede limitarse a mirar a las jirafas pasear por las antiguas canchas de baloncesto. Mientras la relación mística con lo natural parece ya irrecuperable en un mundo donde hay que vivir parapetado en zonas de cuarentena, cochambrosos barrios residenciales convertidos en búnkeres y demás fortalezas improvisadas que se sienten tan seguras como una casita de paja, el único vínculo que parece quedar con lo natural es la necesidad de desarrollar los instintos de supervivencia y en (re)aprender a desenvolverse en un país devuelto de un plumazo a una era pre-tecnológica y en donde tu licenciatura en Humanidades y tu MBA sirven ya de bien poco. Hay un nivel a mitad del juego en el que Joel y Ellie llegan a caballo a un campus universitario abandonado, lleno de escombros e infestado de zombis. La imagen del anti-cowboy recortándose sobre lo poco que queda de una institución a la que suponemos centro de formación y transmisión de conocimientos funciona como sombrío recordatorio de la inutilidad de un saber intelectual en el contexto de la aventura de Naughty Dog. Buena parte de las mecánicas de juego de The Last of Us nacen de estas habilidades de Boy Scout de Joel, desde los leves toques roleros de apañar armas con materiales encontrados hasta improvisar botiquines de salud pasando por el tan socorrido recurso de la “visión detective” que permite escuchar/sentir a los enemigos a través de los muros pulsando un botón. Existe belleza en cómo The Last of Us utiliza este léxico de los videojuegos para dar forma a su mundo pocho e incluso expresar ciertas relaciones entre personajes. No seré el primero en señalar la inteligencia con la que el juego muestra la transmisión de experiencia entre Joel y Ellie cuando después de llevar varias horas de aventura nos cede el control de la adolescente. Todo nuestro dominio de las mecánicas (que son también todos los tiros pegados de Joel en su vida) pasa automáticamente a Ellie en un nivel consistente en coger el arco y las flechas para rastrear y dar caza a un ciervo en pleno bosque nevado, subrayando que no hay activo mayor en el anti-western que los conocimientos de supervivencia.

Cada detalle del escenario, cada textura hiperrealista, cada panorámica, cada mínima expresión facial de los protagonistas ayuda a añadir una nueva capa de profundidad a una fábula que, en su camino de desmitologización, va dibujando un incómodo autorretrato (tanto de un país que se desmorona como de nosotros mismos) en el que salimos hechos fosfatina.




THE LAST OF US
Año: 2013
Desarrollado por: Naughty Dog
Jugado en: PlayStation 3
Origen: EE UU
Género: Zombie / Supervivencia

Robémosle a Eisenstein la idea de que la acción física en una película puede estimular una reacción simpática en el propio cuerpo del espectador, que ver a Buster Keaton jugándose la vida en lo alto de un tren en marcha o a Gene Kelly bailar con una fregona son imágenes poderosas, que se dirigen más a los músculos del espectador que a su cerebro. Digo que se la robamos porque este es un blog de videojuegos y no de cine, pero me parece que la idea de que sentir movimientos simulados en una pantalla casi como si fueran propios, encuentra fácil adaptación al medio interactivo. El salto en Journey o Super Mario Bros., el shoryuken, el movimiento evasivo de Bayonetta… todos ellos poseen un valor expresivo de altísima intensidad que nace del placer que sentimos al ver cuerpos humanos desplazarse en el espacio con ritmo e intención.

Ante un videojuego protagonizado por Jackie Chan se generan ciertas expectativas. Quieran o no quieras sus desarrolladores, en el momento que pones la cara del actor de Police Story al frente de tu juego, se establece promesa implícita de que se satisfarán ciertas fantasías relacionadas con, bueno, ya te imaginas: la posibilidad de emular (vía interfaz de control) las alucinantes coreografías de la superestrella hongkonesa.

Jackie Chan Adventures para Game Boy Advance, sin embargo, no se hace responsable de este pacto silencioso. A la (lógica) demanda de plasticidad cinética y alegre flujo de tortazos, el juego responde con un pobre sistema de colisiones. Las tortas caen, pero todas y cada una de ellas provocan una total indiferencia y no la exigible sensación de tener el cuerpo lleno de cardenales. Los movimientos torpes, lentos y sin ninguna contundencia dan forma a un gamefeel que, de tan liviano, parece inexistente. ¿No es una lástima? A fin de cuentas, estamos hablando de un beat’em-up clásico protagonizado por Mr. Chan himself. La intuición nos dice que la mitad del trabajo está hecho con la premisa, pero el juego parece trampearse a sí mismo a cada paso: los movimientos son pocos y muchos de ellos inútiles. Según avanzan los niveles se desbloquean nuevos golpes, pero la mayoría se limita a añadir un nuevo eslabón a la cadena del combo estándar. Se retiene contenido cuando el juego está suplicando por más frases (más hostias) con las que expresarse desde el mundo 1-1.

Si parece que se trata de un juego cocinado con prisas y sin poner mucha atención al detalle es porque, muy probablemente, así es como fue desarrollado. Torus Games se trata de un estudio australiano especializado en la manufactura en cadena de decenas y decenas de videojuegos licenciados, con mayor interés en la velocidad de entrega que en la excelencia y con más aprecio por las teorías de John Ford que por las de William Morris, if you know what I mean. No da la impresión que sus creadores hayan tenido nunca en cuenta las necesidades específicas de este juego, ni a qué tipo de experiencia querían dar forma, y, ni mucho menos, eran conscientes del trato que firmaban con el jugador que sujetaba el mando al otro lado de la pantalla.


JACKIE CHAN ADVENTURES - LEGEND OF THE DARK HAND
Año: 2001
Desarrollado por: Torus Games
Jugado en: Emulador de Game Boy Advance para PSP.
Origen: Australia
Género: Beat'em-Up

Ya te has olvidado, pero hubo un tiempo en el que Final Fantasy X fue el juego más deseado de la historia. Era 2001 y tras una cabalgata triunfal por la primera PlayStation, la serie de Square se preparaba para dar el salto a la nueva consola de Sony, un robusto monolito negro capaz de filigranas técnicas nunca vistas, entre ellas la de animar y dotar de expresividad a rostros de seres humanos virtuales (en lo que fue la primera visita de toda una generación a las planicies del Valle Inquietante), que, por aquel, entonces todavía suponía una novedad atractiva. También, PlayStation 2 era tan potente que podía ser utilizada para lanzar misiles intercontinentales con una simple recolocación de unos y ceros en sus tripas. Eso es lo que decía la prensa de la época, y si lo decía la prensa es que debía ser completamente cierto. Frente a esto, un aficionado a Final Fantasy de principios de siglo que hubiese disfrutado de la trilogía de 32bits sólo podía salivar con la posibilidad de que una serie caracterizada por combinar la vanguardia técnica, la épica bigger tan life y la turbo emotividad corriese en una computadora con aptitud para, al mismo tiempo, simular emociones humanas y bombardear un país pequeño.

Con esta potencia, Final Fantasy X se presentaba por primera vez completamente en 3D. Aunque recuperando la reflexión del Dr. Ian Malcom sobre los científicos del Proyecto Manhattan (y por no salirnos del tema misiles) “estaban tan preocupados por saber si podrían hacerlo, que no se pararon a pensar si debían hacerlo”. En comparación con los fondos prerenderizados de la trilogía inmediatamente anterior, los escenarios del nuevo juego perdían en detalle y en textura. A pesar de ello, Final Fantasy X continuaba siendo un juego hermoso. O, al menos, todo lo hermoso que yo podía esperar en 2001. Aún creo que lo es. Se trata de una belleza estridente y de mal gusto, entre el goth-surf flamígero y un almibarado souvenir tropical -esos con delfines recortados sobre un atardecer rosado-, una en la que encuentro cierto confort y que, pienso, ha aguantado bien el paso del tiempo gracias a su amor por el exceso. Tetsuya Nomura estaba ya bien asentado como artista dentro de la empresa y se le nota mucho más confiado en su propio estilo, lo que en esta casa se celebrará siempre.

El apartado técnico no era la única novedad. La serie, de hecho, siempre ha sido bastante arriesgada y nunca le ha temblado el pulso a la hora de desechar incluso aquellos aspectos que le había funcionado en el pasado para explorar nuevas posibilidades. En el terreno de los AAA, estos saltos sin red suponen una absoluta anomalía y un valor que nunca se le reconoce en su justa medida a la saga. En esta ocasión, la serie renunció a la estructura más o menos abierta del world map interactivo –seña de identidad desde 1987- por otra más lineal que se acomodaba bien tanto al nuevo estilo de representación como a un guión que planteaba la aventura como una peregrinación. El viaje de Yuna, una joven sacerdotisa con la misión de salvar al mundo, y su séquito de guardaespaldas es una línea (casi) recta desde el punto A hasta el punto B que puede hacer que el juego pierda en sensación de libertad, pero le hace ganar urgencia dramática y coherencia entre el cómo se juega y el qué se relata.

Si bien, en muchos aspectos, Final Fantasy X mutó de manera notable (y definitiva) respecto a su pasado, otras muchas características se mantuvieron. Después de diez entregas, por ejemplo, Square todavía se mostraba habilidosa para ofrecer una nueva vuelta de tuerca sobre el tema en torno al cual giran, en fin, todos los juegos de la serie: el del enfrentamiento del Hombre contra Dios. Aunque los villanos principales sean otros (aquí se trata de una casta sacerdotal cínica y corrupta opuesta a cualquier avance técnico/científico), lo que sobrevuela durante todo el tiempo es la figura amenazante de Sinh, una entidad destructiva con la que se reconfigura la figura del kaiju para presentarla como la proyección monstruosa de los tormentos del hijo (de todos los hijos) por los pecados del padre (de todos los padres).

En un momento del juego, el protagonista viaja 1000 años al futuro para encontrar que nada ha cambiado. No ha habido ningún progreso porque el mundo de FFX se mueve en el tiempo sin tiempo del mito. Final Fantasy X ofrece una historia arquetípica en los que cada uno de nosotros puede verse reflejado con facilidad y lo hace no sólo con apabullantes secuencias FMV, sino valiéndose de herramientas interactivas propias, como los muy brillantes combates durante el clímax. Es esta cuidada alquimia entre Los Grandes Temas, los fuegos de artificio típicos de toda superproducción y los momentos en los que la escala se reduce, permitiendo disfrutar de las pequeñas intimidades compartidas entre los personajes protagonistas, la que moldea una aventura emocionante (en todas sus acepciones) que se sitúa entre las entregas más interesantes de la longeva serie.




FINAL FANTASY X
Año: 2001
Desarrollado por: SquareSoft
Jugado en: PlayStation 2
Origen: Japón
Género: JRPG / Man vs. God

Cuando en el año 2000 apareció Boku no Natsuyasumi en una moribunda PlayStation One, pocos podrían haber adivinado que un juego sobre el día a día de un preadolescente durante el verano de 1975 terminaría por convertirse en la primera entrega de una muy querida serie de videojuegos. Sony estuvo ágil en comprender que este cariño espontáneo, aunque no supusiera reventar las listas de ventas, contribuía a definir cierta imagen de marca que desde luego le interesaba potenciar, por lo que a partir de entonces cada nuevo lanzamiento de la serie ha sido tratado con especial mimo, convirtiéndose, a día de hoy, en uno de los productos señeros de la compañía (solo en Japón, eso sí) y alzando en el proceso a la categoría de culto a su principal responsable, Kaz Ayabe, y al estudio Millenium Kitchen, quienes nunca han trabajado en ningún proyecto fuera de las aventuras estivales de Boku . No hasta ahora, al menos, porque es esta misma condición de culto la que ha permitido que se lance por primera vez en occidente -y traducido al inglés- uno de sus juegos, Attack of the Friday Monsters!, una pildorita de apenas tres horas de duración que se incluye dentro de la iniciativa Guild, proyecto colaborativo impulsado por el estudio Level-5 con el que, de alguna manera, se pretende reconocer el talento individual en un medio que por naturaleza se presta poco a ello. Junto con Ayabe, diseñadores bien conocidos por su singularidad como Keiji Inafune (Dead Rising), Goichi Suda (Flower, Sun & Rain), Yoot Saito (Seaman) o Yasumi Matsuno (Vagrant Story) han participado cada uno de ellos con pequeño videojuegos distribuido en forma de recopilatorio físico (en Japón) o de manera individual a través de las tienda virtual de Nintendo (occidente) y cuyo único nexo de unión está en la voluntad de todos ellos de ser “obras de autor”.

No es difícil imaginar por qué ninguna de las producciones anteriores de Millenium Kitchen llegó a salir nunca de Japón: todos sus títulos se sitúan en ese espacio fronterizo entre el juego y el no-juego (o “experiencia interactiva” por ponerle nombre a algo para lo que todavía no tenemos un término bien definido), con rasgos muy próximos a la variante más lineal de las visual novels, propuestas con fuerte tradición en el archipiélago, pero que nunca han sido capaces de triunfar fuera de su marco cultural o de pequeños grupos de devotos gaijin. Así las cosas, la aparición de Attack of the Friday Monsters! en occidente es un pequeño milagro, pues también apoya casi todo su peso en la historia, elude cualquier sofisticación interactiva más allá de un pequeño minijuego de cartas y la única tarea que nos permite realizar es pasear a Shota, el niño protagonista, desde el punto A al punto B para activar cajas de diálogos y, de vez en cuando, también una cinemática. Luego pasar del punto B al C, y del punto C al A otra vez para repetir hasta terminar el juego. Un molde que puede poner los pelos de punta a aquellos en busca de experiencias lúdicas más inmediatas (o lúdicas a secas), pero que se ajusta como un guante a la intención de su autor de utilizar la Nintendo 3DS como un papel en blanco en donde escribir su cuento.

Ayabe, por tanto, no renuncia a la plantilla sobre la que ha cimentado toda su carrera, pero se sitúa por primera vez dentro de ciertas coordenadas de lo fantástico desde donde las constantes de su juegos anteriores (la nostalgia por una etapa vital sin responsabilidades, la fragilidad del paisaje natural o esas brisas de tristeza asumida que recorren sus melodramas costumbristas) se dan la mano con algunos de los iconos más populares del imaginario pop nipón como los kaijus o los héroes súper sentai, salvo que en el caso de Attack of the Friday Monsters! funcionan no tanto como sublimaciones de miedos nucleares o fantasías de protección, y mucho más como manifestaciones de lo extraordinario en el mundo. La estampa de un lagarto gigante combatiendo a un Ultraman en un escenario rural es eso: un lagarto gigante rompiéndose la cara con un Ultraman. Porque el tema central del juego es el del poder transformador de las ficciones; la capacidad de la imaginación humana para operar cambios en nosotros y en nuestra realidad. Cuando la fantasía empieza a contaminar la realidad y lo imposible se cuela en la cotidianeidad de un pueblo a las afueras de Tokyo donde la televisión rueda sus tokusatsus, cuando empiezan a llover las ranas, la maravilla activa la catarsis colectiva, los problemas paterno-filiales se resuelven, el niño abusón supera sus inseguridades y, en definitiva, todas las tensiones entre personajes llegan a su fin en las escenas más conseguidas del juego, tan próximas a nuestra propia experiencia que no nos será difícil trazar líneas que las unan con alguna anécdota personal de atasco emocional resuelto por un libro, una película o un videojuego.

Durante la dilatada coda post-créditos, Attack of the Friday Monsters! invita a cerrar misiones inacabadas como la del niño que decide convertirse en ilustrador de monstruos o la productora del show televisivo con la cabeza bullendo de nuevas ideas. Todo para demostrar que las ficciones, además de una energía invisible tan fuerte para nosotros como la gravedad, son capaces de reproducirse a sí mismas inoculando su virus en cualquiera con un mínimo de sensibilidad y talento, plantando semillitas en la mente de toda una generación con el fin de que florezcan años más tarde en forma de nuevas y fascinantes historias que perpetúen este ciclo sin fin.



ATTACK OF THE FRIDAY MONSTERS! - A TOKYO TALE
Año: 2013
Desarrollado por: Millennium Kitchen
Jugado en: Nintendo 3DS
Origen: Japón
Género: Mundo Abiero / Aventura

Miyamoto, el paseo por el campo, la cueva, etc. The Legend of Zelda (1986) fue la obra de un hombre preocupado por atrapar en un lenguaje codificado una de las sensaciones más vaporosas (y, al mismo tiempo, más arrebatadoras) que te ha estremecido a ti, a mí y a todos los seres humanos que han pisado este planeta desde que el primero de nuestros antepasados alzó la vista hacia el infinito del cielo estrellado. El misterio, como un incomprensible inasible, fue uno de los ejes de una experiencia jugable del cartucho de NES. Invitaba a aventurarse en lo desconocido, a alcanzar lugares donde nadie nunca había llegado antes y a maravillarse ante cada nueva piedra, criatura y sorpresa del camino. Miyamoto entendió que, en un siglo XX donde todos los dragones habían desaparecido ya de los mapas, los espacios virtuales de los videojuegos eran la mejor alternativa para sentir en primera persona la excitación de la aventura.

Como los rayos raramente caen dos veces en el mismo sitio, tal vez era demasiado optimista pensar que esta fortuna sería fácil de replicar. Sus secuelas, siendo videojuegos más que notables y merecedores de toda la atención que se les ha dedicado a lo largo de los años, se tratan, desde luego, de una bestia bien distinta a la original. Aunque partían de la misma plantilla, poco a poco fueron perdiendo la frescura. Eran juegos a prueba de bombas, pero algo estáticos, con, quizá, demasiada veneración por sus propias convenciones como para poder estimular las mismas sensaciones que tuvieron los jugadores de 1986. Ni siquiera en la época de Nintendo 64, cuando muchos de los juegos de la Gran N se reinventaron a la tercera dimensión, tampoco entonces Zelda consiguió repensarse a sí mismo de manera profunda, limitándose [nota: estoy haciendo ahora mismo el símbolo de las comillas con los dedos] a ser una (estupenda) traducción de A Link to the Past a lo poligonal.

Los Zeldas eran juegos perfectos, de una perfección matemática. Edificios de ángulos rectos cuyas estancias crecían gracias a un algoritmo de severidad militar. Eficaz, pero, por pura concepción, poco sorprendente.

Breath of the Wild se trata de un juego imperfecto. Es rugoso (lo que quiere decir que no es liso, que no es monótono, que es interesante); sus volúmenes son caprichosos y no siguen pautas regulares, lo que lo hace imprevisible y, por tanto, le devuelve un misterio perdido hace ya más de treinta años. Es posible que ese “breath” del título sea porque se trata de la primera bocanada de aire que toma la serie después de que el corsé de su propia leyenda le mantuviera durante demasiado tiempo aguantando la respiración. También es posible que sea por esta recuperación del espíritu original (si lo hubiesen bautizado como The Legend of Zelda 2 nadie podría haberle negado la coherencia), el aliento salvaje y libre que le dio forma.

Puede que, si nos fijamos con atención, nos demos cuenta de que se trata de la primera interpretación del mundo abierto de un estudio no acostumbrado al género: los santuarios no parecen acomodarse nunca al conjunto, mientras que los combates con los final bosses muestran un nivel impropio de la compañía. No obstante, en el gran esquema de las cosas, parecen pecados tan diminutos que hasta me siento algo miserable señalándolos. El valor del último gran juego de WiiU (y el primero de Switch) está en ser capaz de ofrecer el mayor patio de recreo posible para 1) experimentar con el entorno y las herramientas de interacción con las que Nintendo ha dotado a su personaje. Mientras que los anteriores Zelda creaban problemas para los nuevos ítems adquiridos, aquí, al ofrecerlos en una fase tan temprana de la aventura, se viven como herramientas flexibles para solucionar las situaciones de manera creativa. Y 2), vivir una aventura que, como pocas veces antes que él, se siente muy propia. Nintendo casi ha vaciado el juego de impulso dramático, proponiendo un único objetivo final al cual podemos llegar desde miles de caminos distintos, todos ellos determinados (que no decididos, porque la improvisación y el error aquí obtienen premio: la emoción de lo inesperado) por nosotros, héroes de miles de caras enfrentados a un mundo lleno de misterios.

Como el título original, Breath of the Wild es un juego escrito en verso, no en prosa. Y, de nuevo, una magnífica fantasía interactiva con la que explorar no solo grutas y bosques prohibidos, sino también algunas de las emociones humanas más intensas. Como aquel antepasado nuestro que miraba las estrellas.





THE LEGEND OF ZELDA - BREATH OF THE WILD
Año: 2017
Desarrollado por: Nintendo
Jugado en: WiiU
Origen: Japón
Género: Mundo Abiero / Aventura

En un momento muy inicial del juego, el protagonista de Dead Space 3 contempla, horrorizado, una suerte de código alienígena escrito en la pared de una mugrienta nave espacial naufragada en la órbita de un planeta congelado. Un primer plano lo muestra con la mirada perdida y musitando en bucle recuerdos que no son suyos. Justo en el momento en el que parece que se va a abandonar a la locura, otro personaje lo zarandea de los hombros, rescatándole del trance. “¡Despierta, Isaac!”

Una de las grandes virtudes de las dos primeras entradas de la serie era su capacidad para armonizar el terror del impacto (un impacto puede y suele ser un susto) con un tipo de terror reptador más introspectivo, uno que cala en el tuétano y, aunque que puede llegar silencioso, es más que capaz de acompañarte mucho después de acabada la narración. Dead Space 3, por su lado, no tiene tiempo que perder con introspecciones de ninguna clase, ni tampoco con experimentos narrativos sobre caídas existenciales hacia los abismos de locuras sobrevenidas tras encuentros inaceptable con lo Imposible. Dead Space 3 es pura urgencia.

Que el (snif) último juego de Visceral Games se aparte tanto de sus hermanos mayores parece que tuvo mucho que ver con la voluntad de Electronic Arts (donde manda publisher no manda marinero) de sacar la franquicia out of el nicho de juegos-de-terror-que-no-venderían-más-de-un-millón-de-copias-aunque-fuesen-obras-maestras into the esfera de los pegatiros que vuelan de las estanterías de las tiendas especializadas en épocas navideñas. Un referente es Call of Duty -y similares- y su modelo de negocio, con énfasis en el multijugador y los micropagos. Otro es, no cabe duda, Uncharted y su energética narrativa lineal a golpe a (a impacto) de set piece. Ambos, no obstante, operan en sus respectivos terrenos varias potencias de fuerza por encima de las que Dead Space 3 consigue nunca alcanzar, obligándole a moverse en cierto terreno de nadie. En 2013, compartiendo focos AAA con The Last of Us, BioShock Infinite o Grand Theft Auto V, nadie le hizo demasiado caso.

No ayudó que, a pesar de mostrar un tres al final del su título, el juego recibiera el tratamiento dedicado a sextas o séptimas entregas. Su gusto por el desfase y su falta de respeto hacia las pautas marcadas por el original parecen las típicas que los productos pop abrazan una vez agotadas todas las vías de exploración (y explotación) más sensatas de la obra seminal. Un acercamiento que, por lo que sea, no suele tener buena acogida entre la crítica, aunque, como en este caso, la aproximación cazurra suponga una variante interesante sobre lo ya conocido.

Si Dead Space 3 hubiese sido una película, hubiese sido un direct to video. O al menos lo hubiese sido de no ser porque exhibe un diseño de producción realmente musculado. Da igual las vueltas que haya dado la serie hasta llegar a este punto: sigue contando con un sentido escenográfico sobresaliente. Los momentos de vuelo espacial del primer tercio o ese clímax que reescribe Las Montañas de la Locura en clave cafre, son todavía capaces de abrir la boca del jugador más apático (incluso ahora, cuatro años después de su lanzamiento) y de justificar todo el dinero y el tiempo invertido en el desarrollo de gráficos fotorrealistas. Aprovechando esta potencia, el departamento de arte deja atrás el gusto por lo industrial de líneas estilizadas para sumergirse en lo industrial herrumbroso y feísta. Un cambio que les permitió seguir dibujando nuevas facetas de ese futuro agresivamente corporativo que caracteriza a la serie y llenando los escenarios de pequeños detalles que hacen que recorrer los espacios del juego sea interesante en sí mismo. [Pequeña digresión: la atención que el juego pone en los detalles a veces llega hasta lo adorablemente absurdo. Una escalera desplegable diminuta puesta para salvar un desnivel mínimo, por ejemplo, está animada con un cariño digno, tal vez, de mayores propósitos. ¿Tal vez el trabajo de un becario encargado con una tarea menor que se dijo a sí mismo “voy a animar la mejor escalera desplegable de la historia de los videojuegos”? A mí me gusta pensar que sí].

Dead Space 3 no llega a los niveles de excelencia de las dos entregas previas. Ya sea porque sigue sin ser capaz de resolver pequeños flecos que arrastraba desde su debut (esos backtracking mal resueltos o una duración mayor de lo que a él mismo le convendría), ya sea por desacertadas imposiciones del editor (un insensato modo cooperativo o una mecánica de cobertura que parece que se dejó hecha sólo a medias) o ya sea por problemas nuevos (¿por qué el gamefeel de los tiroteos es peor en esta ocasión?), lo cierto es que se trata de la entrega menos redonda de la trilogía. Con todo, es precisamente esta falta de refinamiento, unida a una capacidad notable para inocular sense of wonder en el jugador, la que le confiere una personalidad propia estimulante y merecedora de mayores atenciones.



DEAD SPACE 3
Año: 2013
Desarrollado por: Visceral Games 
Jugado en: PlayStation 3
Origen: EE UU
Género: Third Person Shooter / Job Simulator / ¿Survival Horror? / Aventuras Espaciales 

Los videojuegos no se inventaron para nada en concreto, pero, de haber sido inventados para algo en concreto, habrían sido inventados (concretamente) para que un día cualquiera del año 2017 tú, lector, pudieses jugar a ClusterTruck. Puede parecer estúpido que un juego sobre saltar de camión en marcha a camión en marcha sea el punto de fuga donde converjan todas las líneas de fuerza de un lenguaje determinado, pero si algo nos han enseñado medio siglo de historia de ocio digital es que los videojuegos poseen una asombrosa facilidad para hacer de su propia estupidez virtud.

En medio del nivel 3.5 (mundo de hielo, como en los clásicos) me puse a imaginarme a mí mismo haciendo un elevator pitch, explicándole el juego a un empresario muy serio: “La idea es recorrer cierta distancia saltando entre camiones en movimiento sin caerse nunca al suelo. Los camiones conducen (porque se conducen ellos solos, no hay la menor indicación que se traten de vehículos que transporten a otros seres ajenos a sí mismos) de manera algo negligente. No respetan distancia de seguridad alguna, no rehúyen el choque y por nada del mundo (AKA un precipicio) dejan de avanzar en línea recta. Se comportan como un rebaño de vacas que huye de manera descerebrada de un peligro inventado: pisoteándose, saltando unas por encima de las otras y forzando peligrosos tumultos. Tu personaje es... bueno… nadie. Una cámara que intenta imitar una visión en primera persona de un ente sin cuerpo que, sin embargo, es capaz de desplazarse sin freno por unos espacios tridimensionales recreados con cierta desidia, como si se hubieran hecho en apenas dos tardes. Y todo ello se hace sin mayor contextualización, sin motivo, sólo porque nos parece divertido”.

Es imposible poner en palabras ClusterTruck y que todo no suene increíblemente idiota. Esto es porque el juego de Landfall Games sólo tiene sentido dentro del lenguaje para el que fue creado. Nunca, jamás (pero jamás, jamás) podría ser otra cosa que no fuese un videojuego. Cuando se intenta hablar de él, domarlo con una gramática y una sintaxis que no le son propias, el resultado es que parece que estemos balbuceando incoherencias. En su hábitat natural se sigue sintiendo como una idea delirante, desde luego, pero, al mismo tiempo, está hinchado de significado. Es como intentar explicar un sueño: justo en el momento en que se verbaliza, aquello que por la noche nos pareció poderoso y relevante, por la mañana se torna banal y despreciable, pues sus códigos pertenecen a otro reino; son, por tanto, intraducibles a otros idiomas.

A no ser que seas Jean-Claude Van Damme, la posibilidad de recorrer desiertos a lomos de camiones de 18 ruedas es una experiencia que la vida no te va a ofrecer. ClusterTruck es una invitación a habitar otro plano de realidad donde todo lo que aquí parece una patochada se trata (y se vive) como la mayor de las trascendencias.

Y, además, es divertidísimo.


CLUSTERTRUCK
Año: 2016
Desarrollado por: Landfall Games
Jugado en: PlayStation 4 y PC
Origen: Suecia
Género: ¿Plataformas? / Camiones Locos.

A pesar de ser unos de sus mascarones de proa (en lo industrial, pero también en lo identitario y en lo emocional), Sega nunca ha tratado con especial cariño a Sonic. Nació hace más de veinticinco años como resultado de un experimento de laboratorio que perseguía alumbrar a la mascota corporativa perfecta, una que fuese capaz de plantar cara a la arrolladora competencia que suponía Super Mario. Tras el éxito inicial, no obstante, el tratamiento recibido por el erizo azul por parte de sus padres (sus dueños) ha estado muy alejado del cuidado con el que Nintendo ha manejado sus propiedades intelectuales. Muy al contrario, creo que tocaría colocarlo próximo a otros ídolos caídos del marketing fin de siècle como Fido Dido o Chester Cheetah; tratado con la misma consideración con la que se espolea a un caballo de carreras sudoroso y cansado al que se le intenta sacar todo el jugo posible antes de que se derrumbe de puro agotamiento y se rompa una pata.

Sonic, no hace falta que te lo recuerde, se ha roto muchas patas a lo largo de su vida

Sonic Mania, aunque bendecido por el actual cuerpo de grises, grises ejecutivos que gestionan Sega, se trata de un juego hecho por aficionados, gestado desde la más sincera pasión y, como consecuencia, el único título realmente luminoso y entusiasta protagonizado por Sonic desde 1991. Programadores como Simon Thomley o Christian Whitehead, con miles de horas de su tiempo libre invertido en pulir y experimentar con mods de los juegos originales de Megadrive están a las riendas de un proyecto que no puede esconder el cariño con el que ha sido diseñado. Con ellos, esa pulsión generacional de revivir, una y otra vez, las emociones asociadas a Green Hill Zone, por fin ha sido satisfecha más allá del vacío (aunque, qué duda cabe, momentáneamente agradable) masaje nostálgico. Como si fuera un cover de tu canción favorita, los niveles clásicos recuperados comienzan remedando las notas que ya te sabes de memoria para, poco a poco, ir introduciendo sorpresas, requiebros y desviaciones sobre el material original hasta dar forma a algo no enteramente nuevo, no enteramente viejo, pero, sin duda, algo propio y pertinente en 2017.  

A diferencia de otros fangames como Streets of Rage Remake 5.1, Sonic Mania no tiene espíritu de compendium, ni voluntad de incorporar de manera acrítica hasta el más mínimo detalle del juego original. Por el contrario, hay aquí un proceso de comisariado por el cual se descarta aquello que, simplemente, no funciona, que nunca lo hizo. Hay una revisión de una fórmula jugable que, aunque atractiva, siempre dio la sensación de poder dar más de sí. Ahora ya no es sensación, claro: es certeza: no sólo demuestra manejar mejores ideas, sino que también exhibe una mejor ejecución de éstas. Sonic se controla con mayor fluidez que nunca y el diseño de niveles permite moverte con más gracia por los espacios bidimensionales. Ir rápido encuentra castigo muy pocas veces y como ahora se aprovecha mejor la pantalla panorámica, las carreras, rebotes y loopings son más fáciles de negociar, proyectando hasta el infinito la que siempre fue su gran virtud: el suministro constante de estímulos audiovisuales muy puros y altamente satisfactorios.

En El Sol del Membrillo, Antonio López podía pasar días deliberando en dónde dar la siguiente pincelada. Se trataba de un proceso importante porque esa pincelada iba en un lugar determinado, y no en cualquier otro. En la película yo no notaba la diferencia. Tú no notabas la diferencia. Pero al contemplar el resultado final, era fácil comprender el sentido de todas esas micro decisiones. Él sabía lo que hacía. Sonic Mania muestra una consideración similar por sus partículas elementales (casi-invisibles-pero-no-del-todo) que dan forma y sentido al gran retablo, y con ello ha otorgado una nueva solidez, impensable hace unos meses, a un icono de los 16 bits que por fin es capaz de responder a las expectativas depositadas en él.



SONIC MANIA
Año: 2017
Desarrollado por: Headcannon & PagodaWest Games
Jugado en: PlayStation 4
Origen: EE UU
Género: Pinball / ¿Plataformas?

Sé que todos los años digo lo mismo, pero es que cada año es verdad: los videojuegos están viviendo una etapa interesantísima. Cada semana se inventa un género nuevo y más veces de las que somos capaces de recordar, lo que ya creíamos conocer nos adelanta por la derecha y nos hace repensarlo todo de nuevo. Es un momento bonito, lleno de estímulos; tanto que da la sensación de que los propios videojuegos están caminando mucho más rápido de lo que los críticos y jugadores podemos procesar, pero, por favor, que nadie le ponga freno a la creatividad. Si crees que soy demasiado optimista, te aviso de que vengo cargado de argumentos. Diez, en concreto. He hecho un pequeño repaso personal por los diez títulos que más he disfrutado en 2016. No es un listado exhaustivo porque, a mi pesar, no he podido jugar a todo lo que hubiese querido. Por tanto, esta lista la he confeccionado sin haberle podido poner el ojo encima a The Last Guardian, Ladykiller In a Bind, Overland o Hyper Light Drifter, títulos que probablemente me entusiasmen, pero que no descubriré hasta 2017. No obstante, como me gusta más un listado de final de año que a un tonto un lápiz, no quería dejar pasar diciembre sin echar una mirada atrás y celebrar contigo los videojuegos que más me han asombrado durante los últimos doce meses. Sin más, dentro lista.

#10 Furi
Debo reconocer que, tal vez, de no ser porque se ofreció como regalo en el PlayStation Plus de verano, igual no me hubiese acercado nunca a él. Ahora que me fijo, es el videojuego más “videojuego” (si se me permite) de toda esta lista; casi una actualización de los valores mecánicos y estéticos de la máquina arcade. Es decir: más cerca de Punch-Out!! o Gradius que de cualquier hack ‘n slash avant garde en el que puedas pensar ahora mismo. Se nota el cariño con el que está hecho en cómo todos sus engranajes giran con precisión de relojero. No me extrañó leer a posteriori que se trata de un proyecto personalísimo de Emeric Thoa, la plasmación de su videojuego soñado. Tampoco voy a ocultar que su aspecto de Metal Hurland on acid y su trotona banda sonora me enamoraron por completo.

#09 Uncharted 4 - A Thief's End
En la Mansión Algaba los juegos de Naughty Dog se viven como un pequeño acontecimiento. Mi pareja y yo reservamos el primer fin de semana tras su lanzamiento para poder jugarlos juntos. Es posible que a los Uncharted les tenga especial cariño por relacionarlos con una costumbre bonita, pero también porque creo que son una compilación de todas las cosas maravillosas que pueden alcanzar las superproducciones. De hecho, esta cuarta entrega me parece que es, incluso, un poco más que eso, logrando colar soluciones narrativas de los indies dentro de la lógica del videojuego mainstream. Left Behind ya dejaba ver que Druckman y Stranley habían pasado más horas jugando a Gone Home que tú y yo juntos, pero pensé que esa experimentación nunca saldría del territorio del contenido extra descargable. Me da una alegría enorme haberme equivocado. (NOTA: ¿soy el único que piensa que cada nuevo juego de Uncharted es mejor que el anterior?).

#08 The Banner Saga 2
He tardado en jugar a éste. Teniendo en cuenta cuánto me gustó la primera parte, no tiene sentido haber esperado hasta hace sólo una semana para probar la secuela. Era una apuesta segura. Sobra decir que me ha entusiasmado. Es cierto que no trae nada fundamentalmente nuevo, pero define un poco más una mitología que la primera parte sólo abocetaba y se estructura de manera ligeramente distinta: dividiendo la caravana en dos grupos, haciendo que haya dos historias corriendo en paralelo. Tanto los tonos como los protagonistas dispares de cada una de las dos ramas animan a encarar el juego de manera diferente, lo que ayuda a que esta secuela posea una gama de matices más amplia. No obstante, The Banner Saga 2 sigue brillando por las heriditas que la microgestión de la caravana van dejando en nuestro ánimo. La escala es épica (aún más en esta segunda entrega), pero el juego se construye desde lo minúsculo, casi desde lo íntimo, y desde ahí se eleva hasta el cielo. Me va a doler tener que esperar hasta 2018 para The Banner Saga 3.

#07 Dark Souls III
Los dos primeros juegos de la serie significan mucho para mí (incluso la muy destartalada y melancólica segunda entrega) y este no ha sido menos. A estas alturas le debería costar mucho sorprendernos, pero Miyazaki es un poeta con una capacidad aparentemente infinita para la maravilla. La idea de plantearlo como una secuela directa de la primera parte (dejando Dark Souls II todavía más aislado en una categoría de rara avis) es todo un acierto, quizás la única manera de hacer que los perros viejos de la serie nos asombráramos a cada nuevo paso. Tiene también un aire de fin de fiesta, de cierre, que hizo que al terminarlo me quedara al borde de la lágrima. No me importaría nada jugar a una nueva entrega que From Software se sacase de la manga, pero me gusta pensar en el combate en el Horno de la Primera Llama como lo último que conozcamos de la serie, el final de un viaje tan triste como dolorosamente hermoso.

#06 Event[0]
Me parece imperdonable haber hablado tan poco de este juego. Se trata de un relato de ciencia ficción a sólo dos milímetros de poder ser englobado en el género de los simuladores de paseos. Aunque su dirección de arte, ambientación y uso de gráficos fotorealistas ayudan a entrar en la ficción, lo cierto es que el gran acierto de Event[0] es Kaizen, la inteligencia artificial de una yate espacial abandonado con la podemos conversar utilizando el teclado, picando una a una las palabras. Es una tecnología que ya habíamos visto en, por ejemplo, la ayuda online de la página de IKEA, pero que dentro del contexto de un videojuego guionizado ofrece resultados asombrosos. El grado de naturalidad que pueden alcanzar algunas conversaciones con la IA es mayor de la que pueden presumir algunos seres humanos con los que he hablado este 2016. Dura tan sólo una hora y es perfecto. Ojalá más juegos como Event[0].

#05 Quadrilateral Cowboy
Este ha sido el año de las interfaces simuladas ¿verdad? Piensa en Superhot, Sara Is Missing, Pony Island, Event[0], Watchdogs 2,… O tal vez sea la continuación de una tendencia que ya nos dio buenas alegrías el año pasado (Cibele, Her Story, Emily Is Away). Sea como sea, de entre todos estos juegos, creo que el mejor es el de Brendon Chung. Las mecánicas de hackeo y las dinámicas que derivan de ellas son muy brillantes y todavía hace magia con el montaje cinematográfico aplicado a lo interactivo. No es tan fino como Thirty Flight of Loving (¿qué juego es tan fino como ese?), pero con tres juegos a sus espaldas, Chung puede presumir de tener una de las ludografías más redondas de los últimos años.

#04 Oxenfree
Como fan declarado de las ficciones que utilizan lo fantástico para hablar de las ansiedades de hacerse mayor, declaro a Oxenfree (junto con la película Raw) el gran éxito de este 2016. Un grupo de estudiantes en el último año de instituto durante su última noche antes de que todo-cambie-para-siempre es el marco de un videojuego cuyo corazón late a la frecuencia exacta que latía el tuyo a los 17 años. Se mueve con naturalidad e inteligente en un terreno donde casi todos los vídeojuegos fallan, que es el de las conversaciones interactivas, y poco a poco va dando forma a una fábula maravillosa sobre la comunicación y la empatía. Tal vez, el único juego que puedes “ganar” hablando y poniéndote en la piel de final boss. Por otro lado, nunca vi un juego justificar mejor su Game+.

#03 Islands- Non-Places
Descubrí este juego en una tarde tonta curioseando en itch.io. Estoy casi convencido de que Carl Burton, su autor, no lo ha hecho a propósito, pero con Islands ha conseguido la mejor traducción posible al idioma videojuego de las greguerías de Gómez de la Serna. Siete poemitas interactivos que consiguen arrancar belleza de algunos de los lugares más anodinos de nuestro día a día. Paradas de autobús, máquinas expendedoras de chucherías o cintas transportadoras de los aeropuertos se vuelven aquí espacios fantasmales donde lo absurdo, lo mágico y lo cómico conviven sin fricciones. Su uso expresivo de los efectos sonoros es también para estudiarlo.

#02 No Man's Sky
Si quisiera podría pasarme la tarde hablando de las galaxias (pun) de problemas y decisiones de diseño cuestionables que presenta No Man’s Sky, pero es que no quiero. ¿Por qué hablar feo de un juego tan hermoso? Es, indiscutiblemente, el videojuego más lindo de 2016. Al principio lo odié; tarde unas cuantas horas en entenderlo, pero a partir de que sintonicé con su estado de ánimo ya no hubo vuelta atrás. Antes Red Dead Redemption o Skyrim ostentaban el título de mejores representaciones de la naturaleza en un videojuego, pero No Man’s Sky los ha hecho envejecer diez años de golpe. ¿Has estado alguna vez solo en el bosque? ¿O en el desierto? ¿Has subido a la montaña para ver las estrellas en el cielo? ¿Conoces los sonidos que hace el viento en los glaciares? ¿Te has estremecido cuando has visitado paisajes por los que pareciera que nunca hubiese paseado un ser humano? Sean Murray ha encapsulado en un blu-ray una emoción muy concreta vinculada a nuestro papel en el gran esquema de las cosas y, guau, pienso que tiene más mérito de lo que se le está reconociendo. El contador de horas de mi partida sigue subiendo y yo no puedo parar de emocionarme en cada nuevo planeta.

#01 The Witness
Tengo la impresión de que The Witness no solo le saca varias cabezas de ventaja a cualquier otro videojuego de este año, sino que, además, vamos a tardar mucho tiempo en ver algo a su altura. No soy fan de Braid, un juego que me resulta más fácil admirar que amar, por lo que no esperaba con especial interés lo nuevo de Jonathan Blow. No obstante, todo mi mes de febrero lo dediqué de forma tozuda a trazar líneas en los paneles de una isla desierta. Entré a la propuesta de The Witness como un tiro me obsesioné por resolver todos y cada uno de los puzzles propuestos (NOTA: estoy seguro de que a Blow le horrorizaría que mi único trofeo de platino lo haya sacado precisamente en este juego). A pesar de ser un título más cerebral que emocional, lo cierto es que en más de una ocasión terminé con un pequeño nudo en la garganta. Ahora sé que los juego que hablan sobre el poder transformador del aprendizaje y sobre el conocimiento como una herramienta para cambiar nuestra percepción de la realidad (y con ello la realidad misma) me tocan la fibra más sensible. Gracias por apuntármelo, Joanathan. Es un juego que me abruma y del que no quiero hablar mucho más porque si en esta lista existe un título que merece la pena experimentar llegando a él lo más virgen posible, sin duda es The Witness.

El videojuego es -entre otras cosas- el arte de la manipulación de los cuerpos (virtuales). Piénsalo: en tu vida como jugador has interpretado, sin darte mucha cuenta, el papel de Doctor Caligari con multitud de Cesares digitales. Por tus manos han pasado desde marines espaciales hasta amazonas guerreras, desde peludos animalitos antropomórficos a musculosos atletas y poderosas brujas de Umbra. Siempre obedecieron. Siempre hicieron exactamente lo que deseaste. Cada partida que alguna vez hayas echado puede leerse, desde esta perspectiva, como un ejercicio ritual, más o menos violento, durante el cual impusiste tu voluntad sobre un cuerpo que no era el tuyo.

Inside, el nuevo juego de Playdead, se apoya en esta característica -tan propia del medio- para levantar, desde ahí, una fábula oscura sobre las desigualdades sociales. Los tonos grises, los paisajes industriales y la continua sensación de no future describen tanto los escenarios por los que transcurre el juego como cierto estado emocional (y de conmoción) de un s.XXI post-Estado del Bienestar. Inside se deja contaminar por el zeitgeist y avanza, en lo físico y en lo ideológico, desde la izquierda hacia la derecha, en una huida fútil por todos los horrores de un capitalismo rabioso y triunfante. Es, en definitiva, un espejito, no tan deformado como nos gustaría creer, sobre el poder de las clases dirigentes para explotar nuestros físicos, para raptar unos cuerpos que, al final, es todo lo que tenemos. Es todo lo que somos.

Como en Limbo, su anterior juego, Inside se sube a los hombros de Éric Chahi, aunque, en esta ocasión, parece comprender mejor qué era lo que hacía funcionar las obras del diseñador francés. El uso narrativo del segundo plano es más elegante y, sobre todo, maneja mejor sus metáforas, dando como resultado un relato que, aunque aún deja especular sobre su significado último, lo hace dentro de unos márgenes muy concretos. Lo suficiente como para que sea satisfactorio y tenga sentido cierta ambigüedad. Además, la mayor concreción, permite que el discurso sobre la opresión, la dominación violenta y la mercantilización de la vida continué en las mecánicas de juego, donde el uso y el abuso de los cuerpos es la clave para avanzar en la historia.

Puede que Inside no sea la gran obra con la que el estudio danés parece soñar entregar algún día, pero es un paso de gigante respecto a su vacilante debut y un motivo más que suficiente como para esperar con ganas su siguiente proyecto.


INSIDE
Año: 2016
Desarrollado por: Playdead
Jugado en: PlayStation4
Origen: Dinamarca
Género: Éric Chahi

Cuando Emeric Thoa soñaba con su juego ideal, soñaba con Furi. Por las mañanas, tras fichar a la entrada de las oficinas de Ubisoft en Montpellier, ayudaba a sacar adelante AAA fotorrealistas de ambiente militar; por las noches, fuera del trabajo, confesaba en privado su deseo de crear un juego propio, uno que iba poco a poco tomando forma en su cabeza y que consistiría en “un duelo tenso, agotador y muy gratificante” contra un único final boss. Este hack & slash (aunque es tan hack & slash como Punch-Out!! un simulador de boxeo) es, por tanto, el resultado de rascarse un escozor de años. Un título que bajo su aspecto de lanzamiento menor, casi como invitado inesperado con el que rellenar el catálogo de verano de PlayStation Plus, esconde un juego más ambicioso y refinado del que se podría adivinar a primera vista.

Una decena de combates singulares precedidos por una larga caminata forman la estructura de Furi. Los paseos sin acción entre las arenas de lucha hacen de contrapunto a los latigazos de energía de unos duelos coreografiados con precisión matemática, donde reconocer, memorizar y reaccionar ante las ingeniosas rutinas de ataque de los enemigos es la clave para superar (y disfrutar) una experiencia, a ratos, más próxima al baile de salón que al videojuego de acción. Tu pareja de baile hace un movimiento y tú lo contestas con el movimiento contrario. Repetir hasta que deje de sonar la música (de Carpenter Brut; eléctrica, como un caricia con taser en la parte baja de la espalda). Empezar de nuevo con un bailarín distinto.Y ya está. Furi está increíblemente comprometido con un planteamiento inicial muy poderoso y nunca desvía el camino. Avanza con regularidad de metrónomo dejando su andamiaje, todos los elementos y mecánicas que los sostienen, al aire, a plena vista porque sabe que ha alcanzado algo así como una armonía formal que es digna de mostrarse.

El título de The Game Bakers facilita (y exige) que nos concentremos en la acción con cierta intensidad. Furi es un juego que se juega de pie. O sentado al filo del sofá si por las venas nos corre horchata en lugar de sangre. Es muy complicado superar incluso los primeros combates y, por su duración, pueden llegar a agotar hasta al más experimentado. Intuyo que apagar la consola de puro agotamiento debe ser habitual en la partida de casi todos los jugadores y eso me parece bien. Los combates de Furi continúan incluso después de haber apagado la consola. Descubrirte pensando en rutinas y permutaciones de ataques es parte de la experiencia, ya que los combates son, en gran medida, contigo mismo, como bien se puede leer entre las líneas de muchos de los diálogos de The Voice, un humano disfrazado de conejo que hace las funciones de Virgilio dentro del mundo de Furi.

Este esfuerzo mental y de coordinación mano/ojo lo situará lejos del jugador casual, pero no se puede decir que Furi no haga esfuerzos por ayudarnos todo lo posible. Es difícil, pero sabe ser difícil sin que nos enfademos con él, porque salta a la vista que no puede ser de otra forma, que cada pieza tiene su porqué en el gran cuadro. Y es un cuadro hermoso. Tal vez por esto mismo, por ser una maquinaria de precisión tan medida, sus escasas rugosidades saltan más a la vista, y cosas que en cualquier otro juego no supondrían grandes inconvenientes, aquí molestan más de lo deseable: combinar el movimiento de dash con el disparo de as pistola no está del todo afinado, haciendo que perdamos un poco ese estado de comunión con el mando y teniendo que ser conscientes unos milisegundos de nuestros dedos moviéndose sobre botones y sticks; y, ay, ese último golpe sobre el enemigo que la máquina nos roba, asestándolo por nosotros en una cinemática.

Si en su arquitectura, Furi muestra un gusto por la contención y por el diseño sustractivo -donde todo lo que no es esencial, resta-, su despliegue audiovisual es pura euforia. Takashi Okazaki diseña estampas de una prisión futuristas a medio camino de su Afro Samurai con las páginas de Metal Hurland y los neones de Tron. Ornamento sin delito porque, de nuevo, el juego funciona gracias a la tensión generada al contraponer contrarios. La transparencia de sus mecánicas y dinámicas logran encajar elegantemente con la sobrecarga de estímulos audiovisuales en una experiencia estética unitaria, con pocas aristas (que no ninguna) sin pulir.



FURI
Año: 2016
Desarrollado por: The Game Bakers
Jugado en: PlayStation4
Origen: Francia
Género: Shoot'em Up / Hack 'n Slash / Boss Rush

En 1990 no había mejor puerta de entrada al plataformeo que Castle of Illusion. Dentro del género, por supuesto, existían decenas de propuestas más sofisticadas, pero pocas que equilibraran de manera tan fina la accesibilidad propia de un juego infantil con el atractivo de un gameplay sencillisimo, pero elaborado con el mimo y detalle de un relojero. En Sega pensaron que tener menos de ocho años podría influir en la pericia con el mando de control, pero no en la capacidad de disfrutar con un diseño inteligente, unas mecánicas agradables y, también, con un relato bien contado. Sí, no hay duda de que Castle of Illusion se trataba de un estupendo primer plataformas.

Para 1990.

En 2016 cualquier jugador menor de treinta años tendrá dificultades en ver en el Castle of Illusion de Megadrive algo más que una reliquia (hermosa) de un pasado lejano y, fundamentalmente, ajeno. Una muestra de otro mundo que resulta más fácil de admirar que de disfrutar y al que, a duras penas, podemos seguir considerando como ese primer peldaño hacia un mundo mágico que sí fue durante los años noventa.

Esta reimaginación desarrollada por los estudios de Sega en Australia acierta al procurar remedar, no la letra del cartucho original, sino su espíritu. Es una introducción amable y tranquila a los placeres de un género poco menos que inmortal. No incorpora elementos de cosecha propia porque elige funcionar como la versión Readers Digest de todo el plataformeo bidimensional hasta 2013, actualizando a su modelo con algunos de los recursos que el género ha ido adoptando en las últimas décadas: breves secciones de jugabilidad tridimensional; niveles estructurados alrededor de un espacio central que los comunica y dota de contexto; cambios de perspectiva; o la concepción de los coleccionables como una oportunidad de articular los retos por capas. Todo muy elemental, todo muy fácil, pero, también, redondo y limpito hasta el deleite. De esa jam session que siempre es la relación entre jugador, avatar y niveles de juego, sale una música tan agradable que, ni siquiera los jugadores con los pulgares pelados de batir récords en Super Meat Boy, podrán ponerle grandes pegas.


CASTLE OF ILLUSION - STARRING MICKEY MOUSE
Año: 2013
Desarrollado por: SEGA Australia
Jugado en: PlayStation 3
Origen: Australia
Género: Plataformas 2